Yapana
El estruendo terminó con mi largo sueño. La fuerte sacudida cerró el letargo de dos millones de años (quizá tres). Reaccionaba y recuperaba el sentido con dificultad; no podía entender bien lo que ocurría, solo una lluvia tupida, rayos y truenos, grietas en la tierra, y, de pronto, avanzamos. Empecé a rodar, cuesta abajo. A pesar de mi tamaño, me sentía poderoso, imponente. La gente se horrorizaba a nuestro paso, gritando: «¡yapana! ¡yapanaaaaaa!». Arrasábamos con todo, éramos imparables. Hoy rodaba, y pensaba, literalmente, en las vueltas que da la vida: hace unas horas (o siglos, quién sabe) un animal meaba encima mío, y hoy era parte de una de las fuerzas más poderosas de la naturaleza. Continuamos la marcha, hasta llegar a una esquina del cañón por el que descendíamos. Allí se abrió la masa. Tuvimos un momento de descanso en el lecho del río. Cuando el fango se asentó (sobre mí y sobre muchos de mis hermanos), pude ver, por encima del agua, algunos hocicos sorbiéndola con desespe