Yapana

 El estruendo terminó con mi largo sueño. La fuerte sacudida cerró el letargo de dos millones de años (quizá tres). Reaccionaba y recuperaba el sentido con dificultad; no podía entender bien lo que ocurría, solo una lluvia tupida, rayos y truenos, grietas en la tierra, y, de pronto, avanzamos.

Empecé a rodar, cuesta abajo. A pesar de mi tamaño, me sentía poderoso, imponente. La gente se horrorizaba a nuestro paso, gritando: «¡yapana! ¡yapanaaaaaa!». Arrasábamos con todo, éramos imparables. Hoy rodaba, y pensaba, literalmente, en las vueltas que da la vida: hace unas horas (o siglos, quién sabe) un animal meaba encima mío, y hoy era parte de una de las fuerzas más poderosas de la naturaleza.

Continuamos la marcha, hasta llegar a una esquina del cañón por el que descendíamos. Allí se abrió la masa. Tuvimos un momento de descanso en el lecho del río. Cuando el fango se asentó (sobre mí y sobre muchos de mis hermanos), pude ver, por encima del agua, algunos hocicos sorbiéndola con desesperación, y seres humanos recogiéndola con extrema urgencia.

De pronto, empezó otra vez: un fuerte remesón, un estruendo insoportable, y retomamos la marcha. Cientos de kilómetros cuesta abajo. Llevábamos todo con nosotros. Árboles, animales, casas. Inclusive pude ver, arrollados a mi lado, algunos seres, aquellos llamados humanos. Rodando, rodando, hasta llegar a otro codo, esta vez en un valle, un tanto más amable. Entramos, otra vez, en la quietud y en la inamovilidad.

No sé cuántas horas (o siglos, quién sabe) habrían pasado cuando desperté. Unas manos hoscas y callosas me hicieron reaccionar. Me removieron rápida y bruscamente. Pescaban los bichos que habían creado su morada entre mis hermanos, las algas, la arenisca y yo. Eran camarones. Los seres que los extraían con avidez, se veían contentos. Llevaban sacos repletos de estas larvas.

A rodar nuevamente. Seguimos avanzando, pero ya no percibía la pendiente. Ahora, sentíamos el cambio en el agua, cada vez más opaca, más oscura, llena de residuos que no había conocido jamás. Plantas y animales muertos, y materiales que jamás podrían descomponerse, rodaban con nosotros. Por encima del agua ya no veía árboles ni bestias paciendo, veía espantosas construcciones, habitaciones deplorables, y pequeños cerros compuestos por los deshechos de los seres que las habitaban.

La marcha continuaba, inexorable. Entonces, un gran vacío, una caída. Era la gran cocha. No lo podía creer. Millones de años esperando llegar a ella. El gran océano, la gran cuna. Por fin a descansar en el lugar mayor. El espacio reservado a las rocas mayores, a aquellas que no se parten con el golpe furioso contra el lecho del río; el sitio que solo corresponde a las que no se quiebran por el sol calcinante y la helada de la cordillera, para las que resisten el embate de la velocidad furibunda del alud. Sí, era la recompensa para las grandes rocas, no en tamaño, sino en la dureza de su corazón.

Sí, sentía satisfacción. Lo había logrado. Mi trayecto había llegado a su fin. Me disponía a descansar en el hollado de arena que había impreso mi cuerpo al caer. Pero en ese momento, súbitamente, empezó a desplomarse sobre mí, y sobre mis hermanos, una gran ola de materia negra, viscosa, pestilente, en cantidades nunca antes vistas: ni toda el agua del río junta podía comparársele. Esta materia no nos dejaría ver, ni respirar, ni sentir, ni movernos… me preguntaba cuántas horas (o siglos, quién sabe) tardaría su remoción. Me empecé a asfixiar. Empecé a perder el sentido, a dormitar, a entrar en un soporífero letargo. A quedarme quieto. Inerte. Sin vida. Como una roca.

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