Las cocadas

Con la espalda terriblemente adolorida, me levanto súbitamente del escritorio porque ya no soporto el dolor. Está oscureciendo y no he parado de trabajar en todo el día, desde mi casa por supuesto, por esta puta pandemia. 

Me digo que no, que aún no hemos terminado, que queda mucho trabajo pendiente, que vuelva a la computadora... pero mi cuerpo desatiende esos pensamientos, y se dirige, mecánicamente, a la ventana. Asomo la cabeza,  y, de repente, ahí está: entre los olores a guiso, a grasa, a gasolina y a motores, una ráfaga despeja esos tufos y me alcanza una bocanada de aire fresco, tan vital, tan agradable...

Por milésimas de segundo me transportó a las calles de Chiclayo, en donde transcurrió alegre mi niñez. Para estas fechas del año, ya toda la familia debía estar allí, en la gran casa de la Abuela. Los juegos con los hermanos y primos eran los más felices. Salir a caminar, a jugar con la pelota, recoger plantas y flores del parque para hacer experimentos, meternos a los pampones y terrenos baldíos a buscar "tesoros", y, en el mejor de los casos, ir a la piscina del club o a la playa. En las noches, cansados de mataperrear todo el día, bañados y bien peinaditos por nuestras madres, habiendo tomado ya el tan esperado "lonchecito", salíamos a caminar, a intentar trepar las poncianas de las casas vecinas, a dar vueltas a la manzana, a reventar cohetones (en esos años aún no estaban prohibidos). 

Pero mi andar favorito era hacia la Bodega del Chino Emilio. Cuando era pequeñita, los chinos me decían "paisana", por mis ojos rasgados. De pisos de baldosa y anaqueles de madera, la bodega tenía una inmensa vitrina con juguetes de todo tipo: carritos, trompos, canicas. Lo que más me gustaba era un juego de tacitas pequeñísimas, de porcelana blanca, decoradas preciosamente. Pero lo mejor para mí, lo más codiciado, aquello que alegraba mis noches de vacaciones, eran las cocadas azucaradas, crujientes, calientitas, gratinadas por el horno, que te vendía la china por unos centavos, envueltas en papel manteca. Compraba dos o tres (la propina no alcanzaba para más), y las comía despacito, durante la caminata de regreso a casa de la Abuela, a la que a veces (y solo a veces), le convidaba un trocito de cielo. Ella me agradecía con un fuerte abrazo y un cálido "gracias, hijita", pronunciado mientras recibía las miguitas de coco que yo buenamente le sobraba. Llegábamos a casa y la algarabía continuaba: todavía quedaba tiempo para juegos o para ver la televisión, mientras los padres seguían compartiendo y conversando en el comedor, con la luz blanquecina del fluorescente y el cafecito con marraquetas. 

La ráfaga de viento fresco se va, y con ella mis recuerdos. Regresó la pestilencia de la urbe, devolviéndome a la habitación, al escritorio, a seguir moliendo la espalda, a terminar el pendiente, a seguir rellenando informes, a la poquedad aplastante de la rutina. Solo que esta vez, ya no me acompaña la dulce esperanza de las vacaciones: ya no está la Abuela, la casa de los primos ya no es de los primos, la bodega de los chinos se convirtió en un bar, y ya no tengo donde comprar cocadas. 




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